
La viola y el clarinete son una pareja inusual en la música de cámara. La combinación de dos instrumentos de registros tan semejantes parece no ofrecer muchas posibilidades de complementariedad, pero refuerza y enriquece sus cualidades comunes, en especial la calidez de su sonido, comparable a la voz humana de contralto. Es esta cualidad la que inmortalizó Wolfgang Amadeus Mozart en el Adagio de su Concierto para clarinete, escrito en los últimos días de su vida para el virtuoso Anton Stadler.
Mozart había conocido a Stadler una década antes, poco después de migrar a Viena, y le había escrito una gran cantidad de obras con importantes roles para el clarinete y su pariente, el corno di basetto; un aporte sin precedentes al repertorio de una familia instrumental entonces muy joven.
Entre otras obras se destaca el Trío K. 498 (1786), escrito para un concierto doméstico realizado en la casa de Franziska von Jacquin, a quien estaba dedicada la obra. La joven y destacada alumna de piano integró el trío de ejecutante junto a Stadler en clarinete y el propio Mozart en la viola. Además de ser tecladista y violinista, Mozart solía tocar la viola en cuartetos de cuerda con sus amigos (entre los que se hallaban nada menos que los eminentes Haydn, Vanhal y Dittersdorf). El curioso apodo Kegelstatt (“pista de bowling”) con que se editó la partitura del trío no es original de Mozart y más bien parece provenir de un comentario suyo acerca de las lúdicas circunstancias en que compuso uno dúos para corno pocos días antes.
Sorprende la conmovedora intimidad del Andante inicial, lograda por medio de un fluido y amable dialogo entre los instrumentos. La solemne danza del Minuetto contiene en su centro una inquietante sección en tonalidad menor que, inesperadamente, regresa en los compases finales. Por su parte, el Rondó ofrece una serie de paisajes de contrastantes, incluidos algunos con particular protagonismo del teclado.
Más de medio siglo después, Robert Schumann recurrió a la misma inusual combinación de instrumentos. El hogar del compositor en Dusseldorf recibía en aquellos días las visitas de tres talentosos jóvenes: los compositores Johannes Brahms y Albert Dietrich y el violinista Joseph Joachim. De aquel encuentro surgió la Sonata F-A-E., obra colectiva creada por Brahms, Dietrich y Schumann como obsequio para Joachim. Este amistoso entorno proporcionó a Schumann la motivación para abocarse a otros proyectos de composición. Así, en apenas tres semanas, produjo su último ciclo de piezas para piano (Canto de primavera, opus 133) y sus últimas obras de cámara: una sonata para violín y las Mârchenerzâhlungen (“Narraciones de cuentos de hadas”), obra dedicada a Dietrich y estrenada públicamente con Joachim en la viola. La parte de piano que fue escrita para Clara, brillante solista y esposa de Schumann.
El compositor no dejó pista alguna acerca de las escenas supuestamente representadas en esta música, quedando la mente de los auditores en completa libertad para hacer sus propias asociaciones. Los cuatro movimientos no tienen títulos, sino solamente las usuales indicaciones de velocidad y carácter, y están ordenados según una estructura clásica alusiva al clasicismo. Un movimiento moderadamente rápido nos introduce en una atmósfera de ensoñación. Le sigue uno más rápido, poco a la manera de un scherzo beethoveniano, de carácter marcial y rústico y con ciertas dosis de dramatismo. El siguiente movimiento es el único sin la indicación Lebhaft (“vivo”) y gira en torno a un tierno dúo del clarinete y la viola.
Por su parte, el heroico y enérgico final alterna episodios contrastantes, tal como un rondó clásico, a la vez que evidencia la romántica forma cíclica de la obra, al citar el movimiento inicial.
El medio siglo que separa las Mârchenerzâhlungen de la siguiente otra obra emblemática del repertorio para piano, viola y clarinete es solamente una distancia cronológica, no de estilo. Aunque era casi tres décadas más joven que Schumann, Max Bruch compartió parte de su mismo círculo de relaciones, incluyendo a Brahms y Joseph Joachim, quien estrenó la versión revisada de su célebre Concierto número 1 pata violín. Si bien en la actualidad se le recuerda por piezas solísticas como esta, Bruch fue más conocido en su época como compositor de música coral. Hacia el final de su vida, cuando en Europa irrumpían con escándalos las vanguardistas liberadas por Schönberg y Stravinski, el anciano Bruch se volcó a la música de cámara, manteniéndose siempre fiel a la estética romántica de formato más bien clásico a la cual adherían Schumann y Brahms.
A este periodo pertenecen las Ocho Piezas (1909) escritas para su hijo clarinetista Max Felix, para quien escribió además un concierto con orquesta que también tenía como protagonistas a una viola y a un clarinete. A diferencia de las demás obras de este programa, las Ocho Piezas fueron concebidas como una colección de piezas independientes entre sí; incluso Bruch desaconsejaba tocarlas todas en un mismo programa.
De carácter muy lírico y muchas veces melancólico, estas breves composiciones tienden a destacar el clarinete y la viola, y dejar al piano en un rol de soporte. La abundancia de arpegios en los acompañamientos de las piezas número cinco y seis (“Melodía rumana” y “Canto nocturno”) confirma la sospecha de que habrían concebidos originalmente para arpa. Las Ocho Piezas están dedicadas a “la joven y encantadora princesa de Wied”, quien habría sugerido la melodía folclórica usada en la quinta pieza.
Un siglo más tarde, en nuestros tiempos de eclecticismo y posvanguardias, la sensibilidad romántica sigue viva en la música de compositores como Daron Hagen. Nacido en Wisconsin, estudió composición con los más destacados creadores estadounidenses de fines del siglo XX: Ned Rorem en el Curtis Institute, David Diamond en la Juilliard School y, privadamente, con Lukas Foss y Leonard Bernstein. Artista multifacètico, Hagen es, además, director musical, pianista acompañante, libretista y director de escena de sus propias obras.
Su Book of Days fue escrito por encargo del Curtis Institute para la gira de uno de sus ensambles en 2011. Hagen optó por crear una suite de recuerdos de sus días de estudiante en la prestigiosa institución del a cuál egresó en 1984. El Lunes empieza con un pequeño coral que compuso Hagen en su primera semana de clases en el instituto, que luego se transforma en una versión instrumental de una canción de su ciclo Phantoms of myself (2000), incluida como homenaje a su compañero de estudios, la soprano Karen Hale. El Martes es un recuerdo de la noche en que, echado sobre la suave alfombra de color rojo vino de una sala en la penumbra, se enamoró de una violinista que practicaba la Sonata para violín solo de Bartòk. La cadenza para clarinete del Miércoles es su recuerdo de cuando escuchó por primera vez – mientras las lágrimas corrían por sus mejillas- el Cuarteto para el fin de los tiempos de Messiae. El Jueves recuerda la noche que fue al hospital a visitar a Norman Stumpf (su mejor amigo, quien se suicidó). El clarinete y la viola imitan las pulsaciones del monitor cardíaco y luego se cita una melodía compuesta por el propio Stumpf. El Viernes cita música de la ópera Amelia de Hagen, como para dar una idea de su crecimiento en los años posteriores. El Sábado revisita música escrita originalmente para el poema Sol de los insomnes de Lord Byron para dar una impresión del persistente insomnio que lo aquejó en sus años en el instituto. Finalmente, el Domingo recuerda el coral del Lunes, en su gesto retrospectivo cargado de nostalgia.
seryhumano.com / Felipe Elgueta Frontier
Tomado de Fanjul & Ward