Por Antonio Sánchez García
El siglo XX fue, sin dudas, el siglo de las ideologías, que, por su parte, solo trajeron fanatismos, hambre y destrucción
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Se equivocaba y tenía razón Hegel cuando afirmaba, como lo hace en La fenomenología del espíritu que «la verdad es concreta». Wahrheit ist konkret, una sentencia amada por Brecht, que detestaba las elucubraciones del pensamiento manipulativo. Esta es una afirmación polémica cuando la verdad en cuestión no es mineralógica, material y referida al reino de la naturaleza, propia de las ciencias positivas o «exactas», sino filosófica, ontológica y referida al reino del espíritu: la sociedad, la cultura, la historia.
Se trata de la tradicional controversia entre el positivismo y la teoría crítica, que, a efectos de descubrirla, desarrolló fenomenológicamente el método dialéctico, como lo explicita en su Lógica. La verdad deja toda pretensión fotográfica e inmediatista para convertirse en el resultado de las mediaciones de la razón: la dialéctica.
No tiene un fin estrictamente contable o catalogizador, sino que es político: acorralar y definir las contradicciones, para superarlas desde su propio interior. La verdad es mediación, Vermittlung. Y en tanto tal, superación, Überwindung.
De allí el valor y la importancia del pensamiento –razón consciente de sí misma– y de quienes ejercen el oficio del pensar: los intelectuales. Su función primordial fue descrita maravillosamente en uno de los diálogos de Platón, conocido como «el mito de la caverna»: sacar la verdad de la tenebrosa oscuridad en donde la han confinado el uso y los intereses de la dominación y el sometimiento ejercidos por el poder, a la plena luz del sol. Así, se provoca el enceguecimiento de quienes se han habituado a vivir en las tinieblas de la oscuridad cavernaria. Adoran, sin saberlo, lo que los latinos llamaban idola fiori –los ídolos del mercado–, valga decir: las ideologías. De allí el concepto griego de verdad: aletheia, desvelamiento.
No es una tarea fácil ni sencilla. La ideología es la petrificación de ideas y creencias que poseen la atracción y apariencia de la verdad, con la que el poder encubre su esencia y oculta su verdadera función. Esto explica el significado altamente contestatario y polémico de quienes asumen la función de desvelarla. A Sócrates, le costaría la vida. Idéntico destino han sufrido multitudes de seres humanos desde que fuera formulada. De ahí viene cierta sacralización de la función desveladora y el prestigio otorgado a quienes le sirven: los llamados intelectuales, que han sido aplastados y reemplazados en la actualidad por la función eminentemente ideológica de las redes, que desvelan la verdad ocultándola. Todo eso con el sencillo subterfugio de la masificación.
El mundo sabe de la naturaleza criminal, esclavizadora y asesina del socialismo, a cuyas acciones –motines, rebeliones, guerras alimentadas por la guerra de clases que propaga y lleva a cabo– bien se le puede atribuir, como lo hiciera el pensador francés Stéphan Courtois, editor de El libro negro del comunismo, la friolera de cien millones de muertos. A pesar de las abrumadoras y avasallantes pruebas aportadas por todos aquellos intelectuales que profundizaran en el tema, como los pensadores franceses François Furet y Jean Francois Revel, y las espantosas revelaciones sobre la tragedia del stalinismo hechas públicas por el propio Partido Comunista de la Unión Soviética en su importantísimo Congreso XX, aún es mayoritaria la valoración positiva del socialismo por grandes e importantes sectores de la política mundial.
Esto sucede en gran medida gracias al papel jugado por la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial y el interesado respaldo de Winston Churchill, que por sacarse de encima al nazismo hitleriano aceptó aliarse con su tradicional enemigo, permitiéndole así apoderarse de la mitad de Europa y convertirse en la segunda potencia mundial. Jamás la civilización había estado enfrentada a dilema más controversial: ¿Hitler o Stalin? ¿Comunismo o fascismo? Aún pagamos las consecuencias.
No es de alabar el papel jugado por los intelectuales occidentales en la entronización del comunismo soviético. El respaldo aclamatorio a la imposición militar de las dictaduras prosoviéticas en Europa Oriental, así como el reconocimiento y apoyo de las revoluciones en China, Cuba y Vietnam, fueron sus principales agentes. Basta pensar en Picasso, en Rafael Alberti, en Jean Paul Sartre, en Bertolt Brecht, en Pablo Neruda, en Aragon, Gabriel García Márquez, el llamado boom latinoamericano y las élites del arte y el pensamiento occidentales que han dominado la hegemonía cultural de Occidente desde la Revolución de octubre. El siglo XX no ha sido tan solo el siglo de las ideologías: también ha sido el siglo de los reinados del totalitarismo nazi-soviético.
Aún vivimos bajo el imperio de la hegemonía «progresista» en el mundo. Para América Latina, contradictoriamente, uno de los más pesados fardos que lastran nuestra compleja y difícil marcha hacia la libertad y la emancipación. La verdad no es concreta. Su conquista continúa siendo una tarea pendiente.
seryhumano.com / Antonio Sánchez García*
*Filósofo, historiador y ensayista.
Tomado de Panampost
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