En 1930, el presidente recién electo de Brasil, Getulio Vargas, quemó públicamente las seis primeras novelas de Jorge Amado, para lanzar una advertencia a los intelectuales brasileños sobre las consecuencias de manifestar discrepancias políticas en sus obras literarias.
Amado acabó ganando un escaño del partido comunista en el Congreso, pero decidió que sería “más útil al pueblo como escritor que dedicando su tiempo a las actividades del partido”.
Jorge Amado creció en la plantación de cacao de sus abuelos, en Itabuna, estado de Bahía, situado en el nordeste del país. En esa época, los acaudalados dueños de las plantaciones tenían tendencia a reafirmar su masculinidad mediante la promiscuidad. Amado conoció a fondo las miserias de las trabajadoras, y esa familiaridad le permitió situar su retrato de la sensual, embriagadora y siempre alegre Gabriela, cuya piel parece de canela y tiene el olor del clavo.
Gabriela es un texto modernista que pone en cuestión la doble moral tradicional que exige a los brasileños casados que sean fieles a su masculinidad y a las mujeres que lo sean a sus maridos. Esta doble moral se manifiesta en la historia de amor de Gabriela y Nacib, quien la emplea en su bar como cocinera. Los celos que siente Nacib cuando encuentra a su amada Gabriela en la cama con otro, le inducen a presionarla para que se case con él. Pero la trampa en potencia que ello implica amenaza con acabar con la inocencia y la libertad que la convierten en una mujer tan atractiva.
La situación de Gabriela se convirtió en un símbolo de la desigualdad en la que vivían las mujeres (las cuales, según la constitución brasileña, no fueron consideradas iguales a los hombres hasta 1988). La caracterización del personaje contribuyó a reforzar el estereotipo de Brasil como un país de Tercer Mundo, pero lo hizo a través de la figura de una mujer situada al margen de una sociedad cuya esencia encarnaba, pese a todo, y que por eso mismo describía y se dirigía a los ciudadanos más invisibles de Brasil.
seryhumano.com / John Shire