Thomas Hengelbrock dirige un programa audaz en el concierto inaugural de un edificio de Herzog y Meuron, que ha pasado de 75 a 789 millones de euros de coste
Estaban contándose los días, las horas y los segundos desde que el pasado 31 de octubre la palabra Fertig (Terminado) lució orgullosa con enormes letras en su fachada de cristal. Y por fin llegó el 11 de enero y la música empezó a sonar en la Elbphilharmonie, la nueva y extraordinaria sala de conciertos de Hamburgo, diseñada por los arquitectos Jacques Herzog y Pierre de Meuron. Construida sobre un antiguo almacén de café y cacao en la zona portuaria de Hamburgo, el río Elba da nombre a este edificio en el que se ha superpuesto una vanguardista estructura de cristal al sencillo trapecio de ladrillo original. Vista de frente, la Elbphilharmonie parece la quilla de un gran barco resuelto a remontar el curso del Elba hasta el mar del Norte. Cuando uno avizora la ciudad desde alguna de las terrazas colgadas sobre el río, la sensación es que esta enorme mole está literalmente flotando sobre las aguas.
Los dos auditorios (Sala Grande y Sala Pequeña, sin alharacas) se encuentran en la parte alta, adonde se llega tras ascender por unas larguísimas escaleras mecánicas que recuerdan inevitablemente a la Tate Modern londinense, otro edificio industrial reconvertido para su uso cultural por Herzog y De Meuron, también a la orilla de un río. Antes del alborozo de esta jornada inaugural ha habido, sin embargo, un larguísimo historial de retrasos, escándalos y un coste final que ha decuplicado, al parecer, el presupuesto inicial (de 77 millones a 789 millones de euros). Junto al nuevo aeropuerto de Berlín —terminado hace años, pero encenagado aún en una maraña de escollos técnicos—, la Elbphilharmonie ha sido otro de los buques insignia que se han esgrimido para demostrar que la tan cacareada eficiencia germánica no siempre es lo que parece.
El concierto inaugural tuvo dos bloques bien diferenciados: el oficial, con la presencia de la canciller Ángela Merkel y los presidentes de la República, Joachim Gauck (el suyo fue el mejor de los cuatro discursos), el Parlamento y el Tribunal Constitucional, y música, aparte del inevitable Beethoven (la obertura de Las criaturas de Prometeo), de los dos principales hijos musicales de Hamburgo: Felix Mendelssohn (otra obertura, la de Ruy Blas) y Johannes Brahms (el último movimiento de su Segunda Sinfonía, la elección más dudosa y la música peor interpretada, pero más aplaudida, de las tres). Y, tras una pausa, el concierto inaugural propiamente dicho, en el que el patriotismo y el localismo previos cedieron el testigo a un insólito programa concebido por Thomas Hengelbrock, el director musical de la rebautizada ahora como Orquesta de la NDR Elbphilharmonie.
Hay que tener mucho valor y estar muy seguro de tus propias ideas para inaugurar la espectacular Sala Grande (con 2.100 localidades) con una pieza para oboe solo, Pan, una de las Seis Metamorfosis a partir de Ovidio del británico Benjamin Britten, tocada admirablemente por Kalev Kuljus desde el segundo piso. Hengelbrock justifica esta insólita decisión en que, al describir la metamorfosis de las cañas que sopla Pan en una siringa, el nombre de la ninfa a la que amaba, encarna la transformación e interrelación de tiempo y espacio, elegidas como hilo conductor de todo el concierto, bautizado con la frase final de la memorable respuesta que, tras afirmar Parsifal en la ópera homónima «Apenas ando por él y ya me parece estar lejos«, le da Gurnemanz: «Lo ves, hijo mío, el tiempo deviene aquí en espacio«. Quedan así trazadas las dos coordenadas básicas que allí nos habían convocado: tiempo (la música) y espacio (la nueva sala de conciertos).
En las dos partes del programa, las diferentes obras fueron sucediéndose sin interrupción, basculando en la primera entre el siglo XX y el primer Barroco. Tras la pieza de Britten sonó Mystère de l’instant, de Henri Dutilleux, que enlazó suavemente con Dalle più alte sfere, de Antonio de’ Cavalieri, cantada apropiadamente desde el tercer piso por Philippe Jaroussky, que volvería poco después para interpretar Amarilli mia bella, la inmortal aria de Giulio Caccini, hermanada en un golpe de genio con el último movimiento de la Sinfonía Turangalîla, de Messiaen: el amor expresado con la mayor intimidad y con la máxima opulencia sonora. Entre medias, un motete de Jacob Praetorius y dos obras para gran orquesta —Photoptosis, de Bernd Alois Zimmermann, y Furioso, de Rolf Liebermann, al frente durante años de la Ópera de Hamburgo— que dieron la medida de la excelencia acústica de la sala, conceptualmente similar a la imitadísima Philharmonie de Berlín y con la principal innovación de que sus paredes son rugosas, no lisas, con más de 10.000 paneles de fibra de yeso o «piel blanca«, diseñadas por Yasuhisa Toyota, responsable del diseño acústico.
La segunda parte fue más tradicional: el Preludio de Parsifal (imprescindible en cualquier consagración laica de un espacio musical), un decepcionante estreno de Wolfgang Rihm (Reminiszenz, dedicada al escritor hamburgués Hans Henny Jahnn) y, de nuevo Beethoven, el último movimiento de su Novena Sinfonía. Hengelbrock concertó todo con entusiasmo, pero las cuatro horas y media (unida a una más de la antelación mínima con que se exigía llegar al público debido al espectacular despliegue policial, que tomó literalmente los alrededores del edificio) se hicieron excesivas. Su valiente y heterodoxa propuesta, en cambio, marcará una época.
https://www.youtube.com/watch?v=fmMIhXCREsw
seryhumano.com / Luis Gago