por José Ramón Briceño
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Gracias a los apagones no he tenido mucho trabajo, de modo que me he entretenido leyendo y pensando. El tema recurrente luego del rosario de maldiciones tiradas al viento, ha sido volver al lugar común de buscar explicaciones e idear posibles escenarios que le den un marco referencial lógico a la situación venezolana. Entre los múltiples deportes extremos a los que estamos sometidos está el de sacar efectivo del banco, por si fuera poco, no solo es que el sueldo es ridículamente bajo, sino que, con los apagones lo más factible es que no puedas comprar nada porque se cae la red digital y ni siquiera puedes pagar electrónicamente; no queda más que vestirse de paciencia, decir al jefe sin solución posible que toca ir al banco a buscar algo de efectivo (sabiendo que para sacar apenas nueve mil bolívares -2,7 $- ) en el mejor de los casos son cuando menos noventa minutos, corriendo el riesgo de que se vaya la electricidad o se caiga la red.
El viernes fue uno de esos días donde a pesar de no querer hacerlo maldices cada quince minutos a todos pues, tardé en llegar a mi trabajo seis horas cuando lo normal son dos, el cuento es que se fue la electricidad en una estación intermedia del metro y no tenía un centavo en efectivo para pagar una ruta privada por lo que estuve de pie cuatro horas, tres de ellas en una fila para abordar un autobús público que me dejaría en otra estación donde supuestamente habría electricidad. Cuando por fin llegué a mi trabajo (al mediodía) el cajero electrónico de la oficina no servía, tuve que ir hasta mi escritorio, dejar el maletín, y sin decir nada al jefe, fui a una oficina bancaria cercana para hacer la reglamentaria cola y sacar algo de efectivo, que me permitiera salir en autobús en caso de que se volviese a ir la electricidad.
Llegué a la oficina bancaria y me dispuse a hacer la fila con más resignación que ganas de vivir, además de murmurar un par de oraciones para que hubiese electricidad al llegar a la caja. Mientras hacía fila comencé a hablar con otro señor que estaba delante de mí, por supuesto la conversación derivó hacia el tema común, la miseria de cada día. La conversa fue tomando cuerpo y otro señor se integró a ella, todo fue normal hasta que comenzamos a dilucidar las razones de la inflación, los otros dos señores, uno de ellos con más de setenta años y el otro de cuarenta y tantos, ambos con estampa de obreros (el mayor retirado y el otro activo) que bien pueden ser tomados como dos ciudadanos promedio de ese avasallante 92% de pobreza crítica del país. El asunto es que no hubo forma de que ninguno de los dos entendiese conceptos básicos sobre reposición de inventarios, corrupción, impuestos mal utilizados, indefensión económica, delincuencia gubernamental; para ellos la culpa de todo lo que sucede estaba distribuida en dos grandes renglones: los comerciantes, los norteamericanos y los extranjeros, que por supuesto, no estaban incluidos ni cubanos ni rusos, esos solo están para ayudar a la república. Otro gran culpable de todo era la internet que le embasura la mente a todos con sus mentiras… caí en cuenta que los señores no escucharían argumentos ni les interesaba escucharlos por muy sensatos que fuesen, terminé por maldecir en voz alta a todos los chavistas/maduristas y afirmar que si con la invasión caía una bomba y moría para que mis hijos, nietos, sobrinos, ahijados, amigos y familia tuviesen un futuro que hoy no tienen, bien me daría por servido. Aprovechando en el camino para utilizar insultos bastante elegantes que no entenderían por liberar algo de la bronca, igual estuvimos en ese trance más de una hora en este mediodía caraqueño pues, ni tan siquiera habíamos entrado al banco.
Luego de enfurecerme de manera inútil, ya que a ciencia cierta esos dos seres con los que hablaba no tienen injerencia alguna en ninguna de las políticas del gobierno, pero sin embargo, gentes como ellas son las que le dan sustento a la mal llamada revolución pues, son quienes dan apoyo desde la base, delatan a quienes los adversan, sustentan sin remordimiento alguno todo el andamiaje de represión que llaman defensa de la revolución, pero que cuando le llega el momento de ajustar cuentas alegan total ignorancia, que son la voz del pueblo, los pobres y toda la bobera justificativa que ya conocemos. Entré al banco donde la espera sin ser más agradable si era más amable por aquello del aire acondicionado y, el encierro ayuda a bajar un poco la intensidad de lo sentido, así que se acabó la conversación.
Al final creo que el gran problema del país es la inmensa cantidad de gente cuyo proceso de pensamiento no aguanta un análisis mínimo, una ignorancia tan gigante que es complicado hablar de ella sin caer en descalificaciones, de un calibre complicado de adivinar, no es que aspire que todos hayan leído (y entendido) a Sartre, Nietzsche, Kundera, Sófocles o Heráclito pero que al menos puedan asignar las culpas con algo del desapego emocional que necesitan los análisis más o menos sensatos.
Los veinte años de revolución han llevado el resentimiento a aceptar la ignorancia como un valor necesario para sentirse “pueblo” que de otra manera eres cualquier cosa menos gente pues, odias a los pobres, detestas al comandante, eres un extranjerizante que rechaza lo autóctono para buscar en el intelecto algo que al final no importa a nadie. En pocas palabras, la revolución ha transformado al hombre nuevo en un indigente intelectual que celebra su ignorancia como un acto de rebeldía cuando en realidad la cosa debería ser, al contrario. Esa es la verdadera razón para que la miseria siga tan campante a pesar de todos los esfuerzos de tantos durante estos veinte años.
seryhumano.com / José Ramón Briceño*
*Autor del libro “Relatos de un balsero de asfalto”