Por Rossana Salas
Mientras disfrutaba el sol mediterráneo, sobre las rocas de las Rías, en la baja mar, Cambados, se vestía de figuras femeninas ante un inusual espectáculo para mí, una turista más, cuyos ojos ajenos descubrían la magia de una actividad ancestral, aquella que se transmitía de forma oral entre las mujeres, generación tras generación, y así convertir el arte de mariscar no solo en un sustento sino en un arte del género.
Ellas, hermosas amazonas, empoderadas en su arte se adentraban entre las rocas despejadas de una marea distante, hija del efluvio de la luna y cómplice del vaivén de sus aguas, que les permite escarbar de su matriz y entregarles con recelo a sus hijos solo a ellas, las escogidas, las valientes matriarcas que día a día se regocijan en ese mar.
La marea fémina se desplazó con gran avidez y gracia mientras que, a lo lejos, mi curiosidad fue mayor a los deseos de alcanzar un bronceado espectacular.
Eran mujeres fuertes, de curvas finas, redondas y firmes, amplia cabellera recogida sobre sus hombros, de todas las edades, que después de escudriñar entre la arena y las algas como utilizando un mapa mental, escogían sin temor al fracaso y con diligencia un lugar especial, donde enterrar una especie de rastrillo o Raño, diseñado por ellas mismas, al cual imprimían fuerza con sus cuerpos hasta hacerlo vibrar por unos segundos, los suficientes para socavar y extraer estos tesoros como gemas preciosas, y depositarlos en una cesta metálica para tal fin: Vieiras, Almejas, Navajas, Mejillones, Lapas, Berberechos, Calamares y muchos otros hijos del mar que esperan renacer de sus manos.
Ellas celosas de su ritual, desparecieron como llegaron y entre las sombras del ocaso sus siluetas de amazonas se desvanecieron para convertirse en meigas* del mar.
*Meigas: Brujas en lengua galega
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