El Ser y YO

Cuando la vida se somete al deseo de alguien más, se abre el camino a la barbarie

Por Gerardo Garibay Camarena
En defensa

En defensa de la vida

La defensa de la vida humana inocente debería ser una obviedad que no implicara polémica, un punto de consenso entre izquierda, derecha, centro, arriba y abajo, pues al final del día ese mutuo respeto a la existencia del ser humano es un pilar indispensable para nuestra civilización, que tanto se precia de considerar a los “derechos humanos” como su legitimidad y orgullo.

Sin embargo, esa misma civilización es la que ha convertido el aborto voluntario, al que me referiré en este artículo, en una conquista social a presumirse, quizá con mayor intensidad que nunca en la historia. En un lapso de medio siglo, los movimientos abortistas pasaron del “keep abortion safe, legal, and rare” a la “celebración” del aborto como una medalla de honor y “liberación” a costa de la vida de alguien más.

En el camino, el ecosistema proaborto ha construido un edificio retórico completo para justificar la deshumanización de las personas por nacer, estableciendo criterios de tiempo (que si hasta las 12 semanas, que si hasta las 24) y de desarrollo (que si cuando haya cerebro, que si cuando sienta dolor) para luego lanzarlos por la ventana e impulsar el aborto sin condiciones hasta los 9 meses de embarazo, bajo la bandera del “derecho a elegir”.

Cada aborto es una tragedia en tres niveles

En primer lugar, es una tragedia personal y directa para el ser humano que es literalmente destruido, anulado y arrojado al bote de la basura, convertido en un mero desecho biológico sin más derecho o dignidad que un residuo potencialmente tóxico. Su potencial, su talento, su fuerza, su vida quedan destruidos, anulados para siempre, como resultado de una decisión directa y dirigida específicamente a destruirlo a través del máximo acto posible de discriminación.

En segundo lugar, es una tragedia para su madre, su padre y su círculo cercano. Podrán justificarse, aplaudirse, consolarse y hasta celebrarlo. Pero en el fondo, en los momentos de reflexión, en el silencio estridente de la soledad, seguirá resonando el eco de su decisión, a veces apenas como un murmullo y otras como el coro creciente de un remordimiento, o al menos de una pregunta, hasta que sus voces se vuelvan intolerables proclamando: “¿y si lo hubiera dejado vivir?”.

En algunos casos esa voz quizá se mantenga oculta durante años, enterrada bajo capas de ruido y de rutina, pero eventualmente saldrá a flote. Cuando lo haga, frente al espejo de la propia conciencia no habrá retruécano retórico que valga. Los eslóganes sirven para ganar discusiones en Twitter, pero llega el momento en que no serán suficientes para convencernos a nosotros mismos.

En tercer lugar, es una tragedia colectiva, una fractura, casi imperceptible, pero insondablemente profunda, para la sociedad en general. Y lo es en dos sentidos.

Uno, por el potencial perdido en ese ser humano al que no se le permitió ser. El argumento de “es que tal vez abortaron a quien hubiera descubierto la cura contra el cáncer” es quizá uno de los más sensibleros del recetario provida, pero tiene algo de razón. ¿Por qué?

El aborto anula la casi infinita red de interacciones y decisiones que esa persona hubiera experimentado en su vida fuera del útero, e irremediablemente empobrece a la sociedad, pues incluso aunque ese feto no hubiera crecido para convertirse en un nuevo Einstein, tenía una perspectiva, una realidad, una identidad única, que nunca había existido y que jamás podrá existir.

Dos. La legitimación del aborto voluntario implica necesariamente que el valor de la vida humana se defina a partir del “deseo” de otra persona. Si alguien es “deseado” entonces se le llamará “bebe” desde el inicio del embarazo y se le brindarán todos los cuidados. En cambio, si esa misma persona “es no deseada” entonces se le destruirá y su eliminación será celebrada como un triunfo de la libertad.

Esto resulta en un peligro mortal para toda la sociedad que lo festeja. He aquí la razón: la civilización existe a partir de la certeza y la permanencia que acompañan al establecimiento de reglas, tácitas o positivas, con la fuerza suficiente como para contener el impulso de los poderosos y respetar la humanidad del resto de sus integrantes. Entre más se debilitan dichas reglas, más se debilita su estructura y más avanza la violencia, hasta engullirlo todo.

Someter el reconocimiento de la humanidad al “deseo” de alguien, y celebrar ese capricho en la legislación y en la cultura, coloca a la sociedad en una ruta muy peligrosa, donde el deseo de los poderosos sea suficiente para definir, con el aplauso de la prensa y el respaldo de las leyes, a la existencia misma de los demás. En el fondo, implica retroceder a un estado de barbarie, donde del capricho del poderoso depende, literalmente, la vida o muerte del débil.

En defensa de la vida

En defensa de la vida humana inocente vale la pena recordar entonces que cada persona tiene una identidad y una historia irrepetible en la travesía de nuestro universo; que sus talentos y acciones enriquecen al resto de la humanidad; que someterla al capricho de un deseo ajeno nos acerca en el camino a la barbarie y que convertir su destrucción en “derecho” es señal de una tiranía intolerable.

Y, ojo, no es tema de religiones. Sí, la Iglesia católica se opone al aborto, pero del mismo modo se opone a las otras formas de homicidio, al robo y demás conductas violentas. Decir que quienes nos oponemos al aborto lo hacemos “para imponer nuestra religión” es absurdo. Si quisiéramos imponer nuestra religión impondríamos el ir a misa. Lo de oponernos a que maten humanos inocentes no es por religiosos, sino por humanos.

En otras palabras. Si bien la condena religiosa no es razón suficiente para mantenerlo ilegal, tampoco es razón como para descartar la oposición a dicha conducta como una “imposición religiosa”. Para acabar pronto, el aborto no “está mal porque es un pecado”, sino que “es pecado porque está mal”, y en nuestra civilización eso se sabe desde la antigüedad.

De hecho, en una cosmovisión atea, donde no hay trascendencia o vida eterna, el aborto es un crimen todavía más atroz, porque condena a un ser humano a desaparecer en la nada antes de que siquiera pueda respirar o ver el sol, antes de crear y de creer, y para siempre.

Así que, haya un Dios, o 15, o 10,000, o ninguno, el aborto voluntario seguirá siendo la destrucción intencional de una vida humana indefensa, irrepetible e inocente. Y el eco de esa profunda injusticia acompañará por siempre a sus victimarios y a la sociedad que los celebre, ya sea hasta que entren en la eternidad o desaparezcan ellos mismos como polvo de estrellas en espera del siguiente universo.

seryhumano.com / Gerardo Garibay Camarena*

*Gerardo Garibay Camarena es doctor en derecho, escritor y analista político con experiencia en el sector público y privado. Su nuevo libro es “Cómo jugar al ajedrez Sin dados: Una guía para leer la política y entender a los políticos”.

Artículo completo en El American

Si quiere recibir en su celular esta y otras informaciones y artículos descargue Telegram, ingrese al link htts://t.me/seryhumano y dele clic a +Unirme

Deja un comentario