Un elemento común a la mayoría de las religiones es la existencia de algo más allá del cuerpo como materia. De una esencia innata y propia que nos personaliza y condiciona; el alma.
Pero, ¿realmente existe el alma?. Como muchas otras cosas, hoy por hoy no deja de ser poco más que un postulado de la fe. La fe en que después de la muerte existe algo; llámese reencarnación o paraíso. Que esta vida tiene un sentido, un motivo, que trasciende a la efímera vida material.
Como es evidente, hoy por hoy, aún estamos lejos de conocer y comprobar científicamente la veracidad de estas formas de pensar. Únicamente lo sabremos cuando llegue el fin de nuestros días, y entonces, poco útil nos será dicho conocimiento.
Sin embargo, algo más de un siglo atrás, el físico estadounidense, Duncan MacDougall afirmaba que el alma existía, presentando masa propia. Citando sus palabras, estaba seguro de que “partiendo del supuesto de que si las funciones psíquicas continúan existiendo como una individualidad o personalidad separada después de la muerte del cerebro y del cuerpo, entonces tal personalidad solo puede existir como un cuerpo ocupante de espacio. Y como se trata de un “cuerpo separado”, diferente del éter continuo e ingrávido, debe tener peso, igual que el resto de materia. Esa sustancia, obviamente, se desprende del cuerpo en el momento de la muerte, y por lo tanto la pérdida de peso debe ser medible”.
Por supuesto, este famoso físico trató de mostrar empíricamente sus afirmaciones. Para ello, se trasladó en 1901 a un hogar de ancianos y experimentó con 6 personas moribundas; 4 padecían de tuberculosis, una de diabetes y la otra de una enfermedad desconocida. Todas ellas, descansaban en una cama que realmente era una balanza industrial (con una precisión de centésimas de onza, 0,28 gramos), de este modo MacDougall podía seguir la evolución de sus pesos.
Según cuenta en una de sus anotaciones, el paciente en concreto analizado iba perdiendo peso poco a poco. A un ritmo de 28,35 gramos por hora. Debido a la evaporación de la humedad a través de la respiración y la evaporación del sudor.
El pulcro y la exactitud del estudio era máxime, ya que como reflejaba en sus notas “durante las 3 horas 45 minutos que duró el proceso mantuve el final del astil de la balanza un poco por encima del punto de equilibrio y cerca de la barra limitante superior para que la prueba fuera más concluyente en caso de que se produjera la muerte. Transcurrido dicho tiempo, el paciente expiró y de golpe, coincidiendo con la muerte, el final del astil bajó y golpeó de forma audible la barra limitante inferior y permaneció allí sin rebotar. La pérdida de peso se estableció en 21,26 gramos”.
Podemos resumir sus anotaciones de la siguiente forma, sabiendo que una onza son 28,35 gramos:
Primer paciente: Del que ya hemos hablado; «De repente, y coincidiendo con el momento de la muerte, el peso disminuyó en 3 cuartos de onza (21,3 gramos).»
Segundo paciente: «El peso perdido resultó ser media onza, luego un rato mi colega determinó que el corazón se había detenido. Me fijé de nuevo y la pérdida era de una onza y media y 50 granos (45,8 gramos)»
Tercer paciente: «Mi tercer caso mostró una pérdida de media onza, coincidente con la muerte, y una pérdida de otra onza algunos minutos después (un total de 42,65 gramos)».
Cuarto paciente: «En el cuarto caso, desgraciadamente las escalas no fueron bien ajustadas, y hubo interferencia por parte de personas que se oponían a nuestro trabajo (!)… Lamento que esta prueba no haya dado resultados.»
Quinto paciente: «En el quinto caso la aguja de la balanza se inclinó mostrando una pérdida de tres octavos de onza (10,6 gramos), pero luego volvió a su posición inicial, donde se mantuvo 15 minutos a pesar de quitar las pesas (en este caso, podemos apreciar que el alma se resistía a irse del tuberculoso cuerpo..)
Sexo paciente: «Mi sexto paciente murió justo cinco minutos después de colocarlo sobre la balanza, mientras estaba ajustando la aguja medidora, así que no sirve el dato. «Los mismos datos, aproximados, se repitieron con el resto de los 5 sujetos estudiados. Siempre, al momento de expirar, sus pesos se reducían en unos 21 gramos.
Sin embargo, poco después volvería a repetir el estudio. Ahora, aplicado a 15 perros moribundos que previamente había envenado y los que también controló mediante balanzas. Tras dicho experimento, comprobó que al expirar, el peso de los perros se mantenía exactamente igual. ¿No tenían alma?. Esa fue su conclusión.
Las conclusiones de los experimentos de Mac Dougall, se publicaron en 1907 en la revista “American Medicine” y en el diario New York Times bajo el título: “El alma: hipótesis relativa a la sustancia del alma junto a una evidencia experimental de la existencia de dicha sustancia”. De forma inmediata, el estudio causó un revuelo mediático entre la población.
Una vez convencido de su importante hallazgo, y algo dubitativo por su estudio. Ya que el mismo afirmaba que el número de estudios de la muestra era insuficiente para concluir nada definitivo, decidió comprobar mediante rayos X si en el momento de la muerta era capaz de captar como el alma se escapa del cuerpo. Algo que consiguió visualizar hasta en 12 sujetos, uno de ellos su esposa.
Como todo en el campo del conocimiento, al experimento de Mac Dougall le salieron numerosas críticas, principalmente por su falta de exactitud y rigurosidad en los estudios:
¿Cómo pudo precisar en cada caso el momento de la muerte exacto de la víctima?
El físico Augustus P. Clarke señaló que en el momento de la muerte se producía un repentino incremento de la temperatura corporal debido a que los pulmones dejaban de enfriar la sangre. Entonces, el consecuente incremento de la sudoración podría explicar fácilmente los 21 gramos perdidos.
Clarke también agregó que los perros carecían de glándulas sudoríparas y por eso su peso no sufría ningún cambio súbito al morir.
En 2005, el doctor Francis Crick (Premio Nobel 1962), aseguró que los 21 gramos que había percibido MacDougall en sus experimentos era una pérdida del proceso físico del cuerpo, exactamente del cerebro y no del alma. Según él, la actividad neuronal producía un campo eléctrico que hace que el cuerpo pese más. Entonces, al detenerse esta actividad neuronal (al morir) desaparece y por tanto el peso también (este argumento, sin embargo, no explicó por qué los perros, que también tienen actividad neuronal, no perdieron peso al morir).
Otros físicos también rebatieron a MacDougall asegurando que para que una masa de 21 gramos se transforme en energía y salga del cuerpo, científicamente, debe producir un haz de luz. Estas críticas, sin embargo, serían desmanteladas por Mac Dougall, en sus posteriores experimentos con rayos x que ya hemos comentado.
También le reprochan el haberse saltado el principio científico de la máxima cautela, ya que no repitió el experimento del peso, igualmente le critican no haber respetado el principio de lógica conocido como “post hoc, ergo propter hoc” “Después de esto, luego a causa de esto”. Este principio defiende que no porque algo ocurra en una ocasión, debemos de pensar que los factores situacionales del mismo son realmente sus causantes o consecuencias propias.
Dejando de lado todas estas críticas. No cabe duda que el tema de los 21 gramos ha pasado a convertirse en un mito bastante extendido. Como hemos visto, realmente este número exacto de peso sólo se dio en un sujeto. En general, de los 6 sujetos estudiados, 4 de esas personas experimentaron una pérdida de entre 10 y 40 gramos en los 15 minutos alrededor de su muerte. Eso es lo único cierto en todo este asunto. Un hecho, que no deja de ser extraño y misterioso. Ahora, una vez expuestos el estudio y las críticas a éste, todo depende de nuestro criterio. Pero no olviden nunca que la energía ni se construye ni se destruye, sólo se transforma. ¿Y de qué estamos hechos nosotros sino de energía?
seryhumano.com / Jesús Mora
Fuente: todaunaamalgama.blogspot.com.es