Escuchando una balada de Chopin y tomando mi acostumbrada taza de café, me relajo frente a la ventana. La vista no es halagadora, nada fascinante, ni siquiera resaltante. Desisto de buscar inspiración en ella, hasta que miro al cielo. Tampoco, no es del azul que realmente me agrade, tampoco las miles de nubes que se anteponen entre ellas mismas, ¿es que se están peleando un puesto en las alturas?; ¿acaso tendré que asistir a ese evento que me apunté para conseguir algo de qué escribir?
No tengo ganas de salir del apartamento, ni siquiera por la cultura que tanto llena mi existir.
¡Genial! Ahora pasó en reproducción automática al “Vals del minuto”, ese que me acelera el corazón como si corriera un maratón, y me conduce hacia una altanería profunda, en un sentimentalismo exacerbado … amo y odio ese vals a partes iguales, cada vez que tengo la oportunidad de escucharlo, tengo la inmensa necesidad de estar preparada para encontrar mi ser en cada una de sus presurosas notas, que consiguen colocarme al borde de las lágrimas sin sentido alguno; carente de vergüenza, inspiro de alivio cuando culmina. Y entre paréntesis, no dura un “minuto” nada, se llama así porque significa “pequeño”, según me enteré en alguna parte.
Eso me da la idea que debería leer la biografía de ese romántico francés. Ya lo escuchaba mucho antes de que mis hijos lo interpretaran, primero desde un sencillo teclado eléctrico y luego magistralmente desde sus pianos que tanto esfuerzo le costó a mi familia obtenerlos.
Recuerdo sus primeras lecciones. Sus delgados deditos percutiendo acordes, machacando teclas blancas y negras al mismo tiempo… Era mágico cuando lograba entender la melodía y más dulce el que pudiera distinguir una pieza de otra. Está bien, admito que soy más sorda que una tapia, pero “el hecho de, no implica qué”. Escuchar buena música “me da alas”, esas que no requieren combustible para continuar volando.
Han pasado ¿cuántos años de esas primeras clases, 14?, ¿17? Muchos. Y ahora esas “alas” las posee mi hijo menor, lleva consigo el don de recrear cualquier fantasía mientras interpreta un Chopin, transmitiendo exagerados sentimientos, dramáticos compases y suaves melodías que ahondan en el corazón de quien los escuche.
Recuerdos que abrazan el presente…
¡Qué ironía! Yo buscando inspiración en mi ventana y lo único que necesitaba para ello, era volver la vista atrás y escuchar a Frédéric.
seryhumano.com / Yosmar Herrera