Por Patricia Michelangeli

Me desperté tan temprano esa mañana, miré el reloj, eran las cinco y media, quería volver a dormir pero fue imposible, mi mente estaba hambrienta de información, con tantos familiares y amigos viviendo en diferentes países y todo cambiando tan rápido, me apuré en buscar el celular.
Los grupos de WhatsApp se iban llenando de noticias y rumores a toda velocidad, revisé con cuidado los mensajes de familiares cercanos, todos estaban bien.
Bajé a la cocina a preparar café, los planes para ese día se tornaban inciertos, tendría que esperar. Había pintando casi toda la noche, los pinceles me secuestraron, perdí la noción del tiempo, los bostezos no se hacían esperar.
Terminé de tomar el café, estaba por entrar a mi taller (es un pequeño anexo que construí en el patio de mi casa) cuando escuché la puerta de los vecinos, salí también, quería preguntarles si tenían alguna información confirmada.
–Buenos días Rafa, ¿cómo están?
–Hola Clare, vamos saliendo para el colegio, ¿tú cómo estás? ¿Terminaste el cuadro? ¡Niños¡ Apúrense que necesito llegar temprano a la oficina.
–Todo bien Rafa, gracias, creo que con un par de horas que le dedique hoy a la pieza, la termino.
No quería hablar con él en frente de los niños, esperé que se alejaran y Lucía saliera de la casa.
– ¿Pasaste la noche pintando? Conozco esa cara.
–Lucy, ¿no tienes miedo? Leí que hoy suspenderán las clases, dicen que el virus ya está en el país.
Me costó imaginar con más certeza en lo que se convertirían nuestras vidas después de aquella mañana.
Al mediodía anunciaron la suspensión de todas las actividades académicas y el inicio de la cuarentena. En efecto, el virus había llegado.
Mis vecinos, Lucía y Rafael, eran solo cinco años mayores que yo, sin embargo, eran seres tan amorosos y protectores que me cuidaban como a una hija.
En la noche fuimos juntos al mercado y a la farmacia, había que abastecerse de alimentos y gel antibacterial, con el gel no nos fue bien, conseguimos muy poco y lo dividimos en tres botellitas, guardé la mía como un gran tesoro en mi cartera.
Regresamos a la casa en silencio, con la palabra futuro desdibujada.
Vivo sola desde hace cinco años y teniendo el taller en la casa, comencé a salir cada vez menos, la pintura se convirtió, más que en mi trabajo, en una obsesión. Me encantaba recibir gente, con frecuencia a Rafa, Lucy y los niños.
Pintar y conversar, dependiendo de la hora con café o vino, pero salir… Pensé, a pesar de la inevitable incertidumbre, que el confinamiento no sería muy distinto a mi vida, qué tan difícil sería estar en la casa con mis lienzos, música, mis libros favoritos, incontables películas y mi guitarra.
Trataba de cumplir el ritual para salir a comprar, lo más estricto posible, entraba al mercado, elegía los productos con rapidez, regresaba a la casa a desinfectarlos, y cuando se podía, me bañaba.
Una mañana, de esas en las que tenía sueño por haber pintado toda la noche, decidí hacer la compra con más calma, estaba caminando por el pasillo de los cereales, las compotas, se sintió como un golpe en el pecho darme cuenta que ya nadie llevaba a sus niños, las lágrimas corrieron por debajo de la mascarilla, se empañaron mis lentes, no podía ver, no podía secar mi cara o quitarme la mascarilla para respirar mejor.
Sentí como se abrían las grietas en mi mente, en mi corazón; teníamos más que suficientes tragedias todos los días, pero esta nueva vida cómo se aprendía, cómo se podía digerir si apenas nos dedicábamos ya a sobrevivir.
Me sentí en un ambiente tan ajeno, todas las caras cubiertas, algunas miradas perdidas como estaba la mía también, y los niños, con su alegría y alboroto, ya no vendrían.
La zona donde vivo tiene años vaciándose por la migración, las calles se han ido quedando tan solas. Pagué, metí las cosas en el morral y comencé a caminar de regreso a mi casa.
La mente decidió no darme tregua, se apoderó de mi un gran sentimiento de culpa, mis compras eran siempre pequeñas, lo que me obligaba a salir más de lo que quería, pero solo por comida, no tenía ahorros y las clases que daba por internet se fueron espaciando hasta casi desaparecer, sin embargo, con la venta de algunas pequeñas pinturas fuera del país podía darme el lujo de comer lo suficiente.
Ese día me pareció un acto de agresión y soberbia, cargar comida en mi espalda, tener todavía un poquito de agua para refrescarme o quizá bañarme, un lugar cómodo para vivir.
Me sentí avergonzada por el placer de pasar largas horas en el taller, pintando, leyendo, sumergida en canciones y recuerdos mientras el país se desmoronaba en mis narices, esos sencillos y solitarios placeres se me hacían ostentosos actos de tiempo derrochado.
Las lágrimas se apoderaron del resto del día, pasé la noche en el pequeño sofá del taller.
Me desperté con el sonido incesante de las notificaciones del celular, noticias alarmantes de varios países. Entre tantos mensajes había uno de mi abuela pidiéndome que no saliera de la casa, me llamaría en la tarde.
Hubiera querido abrazarla tan fuerte en ese momento, con ese pequeño mensaje se iba disipando la culpa por un cautiverio nada terrible. Dentro de mis circunstancias, la mejor ayuda que podía ofrecer a mi entorno era quedarme tranquila en mi pequeño mundo, ser una posibilidad menos de propagación de este nuevo dolor que se sumaba a tantos otros.
Estar en casa nutriéndome de mi espacio, salir solo a lo estrictamente necesario, era también una forma de aligerar el ambiente para todos aquellos que por infinidad de razones no tenían la oportunidad de estar en cuarentena.
Desayuné, regué las matas con agua que había recogido de la lluvia de unos días atrás, me cambié la ropa por la que uso para trabajar, tan desgastada y cómoda, abrí las ventanas del taller, había una luz particular esa mañana, se reflejaba sobre un lienzo tomado por el azul cobalto y el verde limón.
El sol usaba el viento y las ramas de los árboles del jardín para jugar con el espacio, los colores y las sombras.
Pensé en la esperanza, parecía querer regresar. Mi mente comenzó a ordenarse, algún mecanismo de defensa se activó con rigor. El corazón…, bueno, se tomaría su tiempo, algunas lágrimas quedaban todavía, quería abrazar al mundo, entonces me dijo con sus latidos: pinta…
seryhumano.com / Patricia Michelangeli*
* Artista plástico
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