Fue a los 21 años que, por primera vez, decidió ver el documental de National Geographic sobre su familia, en el que había participado 16 años antes.
Cuando apareció su madre en la pantalla y la escuchó hablar, se quebró en llanto. Poco después leyó las memorias de su padre y se metió a explorar de lleno la cultura yanomami.
«Comencé a entender por qué se había ido, todo lo que había tenido que pasar… No creo que hubiera logrado sobrevivir. Ser una madre yanomami, educarme según las costumbres yanomami: era virtualmente imposible», reconoce David hoy.
A los 22, sintió una necesidad urgente de reconectarse con ese costado de su historia.
Así fue que en 2009, después de algunas averiguaciones hechas por su padre, se puso en contacto con la antropóloga Hortensia Caballero, del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas.
La académica conocía a Yarima. Incluso conocía a David, lo había visto de bebé en su primer viaje al Orinoco.
«Me contó que estaba muy interesado en saber más sobre su madre. Es un chico sensible y de gran corazón», recuerda Caballero.
Pero la antropóloga tuvo que esperar hasta 2011 para ayudar a Good. Mientras trabajaba en la demarcación de tierras en Mavaca, cerca de la zona yanomami, se desvió por los rápidos de Guajaribo y encontró a Yarima en Irokaiteri, una aldea nueva establecida por un grupo que se había separado de Hasupuweteri.
Caballero quería estar segura de que la comunidad estaba lista para recibir a David.
«La gente se congregó en el shapono que estaban construyendo. Todos hablaron, especialmente los líderes, y luego le pregunté a Yarima. Ella me dijo ‘sí, de verdad querría a David aquí'», señala la antropóloga.
Le escribieron una carta de invitación, para que pudiera solicitar autorización para visitar esa zona protegida, a la que David adjuntó fotos y recortes de las entrevistas que habían dado sus padres en los años 90.
También llevó su pasaporte venezolano, muy útil porque los extranjeros ya no consiguen permisos para las áreas restringidas de la selva. Aunque tenía una foto de cuando tenía 18 meses, los oficiales del puesto de control militar en el límite del Amazonas lo dejaron pasar.
David cree que su padre, que para entonces tenía casi 70 años, estaba preocupado por ese viaje y frustrado por no poder ayudarlo más. Pero sí le ayudó a financiarlo, así como a elegir regalos para llevar a la comunidad de la madre. Sus hermanos no quisieron acompañarlo.
A los ojos
Apenas bajó del bote en la orilla del Orinoco, los yanomamis se agolparon en torno a David. Todos lo conocían: los ancianos de la comunidad recordaban a su padre y los más jóvenes habían crecido escuchando historias sobre los hijos de Yamira que vivían en tierras nabuh.
En Hasupuweteri le dijeron que ella estaba en Irokaiteri, diez minutos río arriba, y lo llevaron al shapono para presentarle a un joven, Mukashe, su medio hermano.
Después de 19 años sin ver a su madre, tuvo que esperar unas cuantas horas más. Fue Mukashe quien se adentró en la selva a buscarla y ella corrió todo el camino de regreso hasta el shapono.
Con unos 40 años, vigorosa y fuerte, Yarima se paró a recuperar el aliento. David la reconoció apenas la vio.
«Me paré y caminé hacia ella. Y de repente pensé ‘¿cómo la saludo?’ Quería abrazarla, pero no es la manera en que se saludan los yanomamis», relata el joven.
Y continúa: «Fue un encuentro incómodo. Puse mi mano en su hombro, ella comenzó a temblar y llorar. Entonces la miré a los ojos y me largué a llorar yo también».
«Me acuerdo del silencio de ese momento. Fue un momento intenso, bello… Todas las mujeres de la aldea tenían los ojos llenos de lágrimas», recuerda Caballero, que acompañó a David en la excursión.
David comenzó a hablarle en inglés suavemente, frases como «finalmente estoy aquí», «lo logré, estoy de vuelta» o «cuánto, cuánto tiempo».
Tuvo un súbito torbellino de recuerdos de su niñez, que Caballero iba traduciendo del inglés al español para que luego Jacinto, el indígena que lo había llevado en barco, los tradujera al yanomami.
Él nunca le preguntó a su madre por qué se había ido. Ella solo quiso saber si todos estaban vivos y bien, pero no hizo más referencias al pasado.
«Ahí me di cuenta: no me importaba lo que hubiera pasado, no me importaba la controversia antropológica ni lo que dijeran los críticos. No me importaba saber las razones que tuvo mi madre para irse. Yo solo quería tener un futuro con ella y su gente», afirma Good.
Dos matrimonios y muchas burlas
Más tarde descubrió que tenía un nombre yanomami, revelado en una visión a su tío: Anyopo-weh, que podría traducirse como «un camino para esquivar un obstáculo». También trataron de hacerlo adoptar una posición política: si alguien le preguntaba de dónde era, le dijeron, tenía que responder que de Irokaiteri, nunca de Hasupuweteri, la villa de la que se habían escindido.
«Rápidamente establecieron mi lugar en la aldea. No fue como con mi padre, a quien le llevó años ganarse la confianza y ser aceptado», indica David.
En realidad, tenían un plan para él: su madre le presentó a dos adolescentes hermosas, «tu esposa y tu esposa».
«Tendrás niños con ellas», recuerda que le dijo Yarima.
David escuchó con cortesía, pensando que la palabra «esposa» estaba siendo usada en sentido laxo, casi como un sinónimo de pariente. Los yanomamis, después de todo, también pueden llamar madre a una tía por parte de madre, o padre a un tío del lado paterno.
Pero Yamima comenzó a presionarlo para que consumara los matrimonios con las jóvenes. Una vez, mientras se bañaba en el río, ellas mismas lo acorralaron diciendo ‘vamos ya, tenemos que hacer esto’. Dice que le pidió al traductor que les explicara que tenía una mujer esperándolo en Estados Unidos: una mentira, que de todos modos no hizo ninguna diferencia.
El propósito de su viaje al Amazonas no solo era conocer a su madre, sino entender por lo que había pasado su padre tres décadas antes. Como él, David se encontró muchas veces convertido en blanco de bromas.
«Los yanomamis tienen un sentido del humor particular. Siempre se burlan de todo y les encanta tomarle el pelo a los nabuh«, revela la antropóloga Caballero.
Como no tienen demasiada conciencia de las diferencias que existen entre su mundo y el de más allá de la selva, adjudican las dificultades para expresarse en lengua nativa a una única cuestión: estupidez. De David no pensaron otra cosa.
Unos meses después de su arribo, el estadounidense tuvo un esperado ritual: abrió una caja con galletas y mermelada que había llevado consigo como ración de emergencia, en caso de que lo enfermara la dieta de gusanos y termitas.
Le tocó compartir todo el contenido, porque así lo indica la cultura yanomami.
«Tuvieron una suerte de festival de la mermelada. Todos estaban tan contentos con esa comida exótica», recuerda.
También regaló sus pantalones y sus zapatillas, codiciados por los locales, y para cuando visitó una misión río abajo su apariencia estaba muy cambiada.
«Estaba tan sucio y harapiento que la misionera me ofreció a mí ropas limpias de las donaciones destinadas a los yanomamis», relata Good.
En otro viaje a la misión, esta vez acompañado de Yarima, logró conectarse con su padre vía Skype.
«Mi padre le dijo a mi mamá que todavía lucía joven y bella. Ella le dijo que se veía viejo», cuenta el hijo.
Yarima estaba perturbada por la calvicie de Kenneth, ya que los yanomami no sufren de alopecia. Para poder seguir charlando, él corrió a ponerse una gorra de béisbol.
David vio cómo su padre la hacía reír.
«Se los veían tan naturales. Quedó claro que mi mamá no quería hablar del pasado, le contaba que yo tenía ahora dos esposas. Le dijo que no me dejaría partir… Le pidió que me dijera que no escapara abandonando a mis mujeres», detalla David.
Pasó tres meses en el Amazonas. Pero iba y venía de la aldea de su madre y Yarima no entendía por qué estaba siempre viajando. David nunca intentó explicarle que estaba en proceso de crear una fundación sin fines de lucro y que estaba haciendo investigación en la zona.
Sabía que la despedida sería dura.
«Desatar el nudo de la hamaca es, a los ojos de los yanomamis, el gesto último de que uno va a partir. En ese momento lloramos todos», dice Good.
Yarima estaba devastada. Realmente se había convencido de que David iba a quedarse en la aldea.
«Le dije que volvería. Desafortunadamente ya han pasado dos años, más de lo que hubiera querido», reconoce el estadounidense.
Su organización, llamada The Good Project, busca ayudar a comunidades indígenas a insertarse en la economía de mercado, un proceso que considera inevitable.
«Hoy los yanomamis se están volviendo venezolanos. Pero porque usen ropas y hablen español no dejan de ser yanomamis», opina Good.
Sobre su propia identidad, no tiene certezas: «Los yanomamis me ven como un nabuh, los nabuh como un yanomami».
Lo que sí sabe es que hoy es una persona completamente distinta a la de hace cinco años.
«Ahora estoy orgulloso de mis ancestros. Estoy orgulloso de ser yanomami-estadounidense», expresa el joven.
Y agrega: «Amo a mi madre… No soy un antropólogo, no soy un político, no soy un misionero. Soy hermano y soy hijo».
seryhumano.com / William Kremer
Fuente: bbc.co.uk