Las dos sonatas para violín de Béla Bartók son un ejemplo de asimilación de sus primeras influencias: la música tradicional de su país, los modos y los intervalos en semitonos de Debussy y la adaptación del serialismo de Schoenberg. “Mi territorio es el de la resonancia”, escribió Bartók, pero el particular expresionismo que oímos aquí está imbuido por el espíritu de las danzas tradicionales campestres, y muy alejado de Viena.
La Sonata n.° 1 estalla como una rapsodia desgarrada por interrupciones violentas. Los dos instrumentos se embarcan solos en un tormentoso viaje. Las dos sonatas presentan la siguiente forma: el violín domina y el piano solo aparece para subrayar, clarificar o intensificar de manera rotunda. Bartók consigue así un sonido unitario original e irrepetible. Tras el movimiento lento, un meditativo tour de forcé, la música explota en una primitivista danza con moto perpetuo.
La Sonata n° 2 fue escrita para Jelly Arányi, un violinista “excepcional, casi arrebatadoramente violento”, según Darius Milhaud. Más lacónica y rígida estructuralmente que la Primera, según el estilo verbunkös húngaro, empieza con un movimiento lento y “locuaz”, seguido de un remolino de baile sobre una fría percusión de piano.
El violinista húngaro György Pauk ha convivido toda su vida con esas obras. Sus interpretaciones de las sonatas son de una rectitud indefinible: ambas siguen la partitura al pie de la letra, pero en la Sonata n.° 1 eso se traduce en una libertad sin límites, flexibilidad y búsqueda de improvisación. De la Segunda, impresiona la crudeza y la oscura energía de la música carente de supuestas “interpretaciones”.
seryhumano.com / Helen Wallace