“Quien diga que el sol trae felicidad, nunca ha bailado bajo la lluvia” Anónimo
Mi esposo y yo acabábamos de cenar en un restaurante y paseábamos plácidamente por las tiendas del centro comercial vecino. Entramos a una tienda que vendía productos artesanales, con la esperanza de hallar algunos regalos de navidad de último minuto. El aroma de jabones e inciensos de factura casera incitó nuestra nariz al cruzar la puerta.
Había mucho que ver. Cada estante y pared estaba repleto de manualidades diversas. Mientras recorría la tienda, vi una placa de madera que colgaba sin mayor ceremonia de un muro. Me volví para mirarla otra vez, y recuerdo haber asentido con la cabeza aprobando el mensaje grabado en ella. Seguí viendo otros artículos, pero la placa no cesaba de atraerme.
Frente a ella, me sentí un poco como la niña que, al escavar en el cajón de arena, encuentra n tesoro inesperado: una moneda fulgurante o un juguete perdido. Ahí, entre las demás artesanías, yo había hallado un tesoro simple pero inestimable oculto en un mensaje. Un mensaje que yo necesitaba.
“La vida no consiste en esperar a que pase la tormenta”, proclamaba la placa, “sino en aprender a bailar bajo la lluvia”.
Cuando me acerqué a mi esposo y le señalé la placa, vi que también él valoraba esa sencilla lección. ¿Qué tan seguido no habíamos puesto condiciones a nuestra felicidad? Seríamos felices cuando termináramos de pagar la casa. Haríamos juntos más cosas cuando nuestros hijos se asentaran. En las incertidumbres de esos “cuando” queda muy poca dicha para el aquí y ahora.
Al ver la placa, recordé un cálido y bochornoso día del verano anterior, cuando, sin saberlo, puse en práctica ese mensaje. Nubes oscuras cubrían las estribaciones de las Rocallosas, cargadas de humedad. A media tarde comenzó una lluvia ligera, pero pronto un aguacero llenó de agua impetuosa las alcantarillas, y desapareció tan rápido como había llegado.
Seguía chispeando cuando salí a recoger la correspondencia. Aún corría mucha agua por las coladeras. No sé qué me pasó, pero de repente me sentí impulsada a hacer algo un poco descabellado para mis cincuenta y tantos años.
Me quité los zapatos y las medias y caminé descalza entre el agua. Estaba deliciosamente tibia, calentada por el pavimento que e sol del verano había asado.
Estoy segura de que mis vecinos pensaron que había perdido hasta el último vestigio de sensatez, pero no me importó. En ese momento me sentí viva. No me importaron las cuentas, el futuro, ni ningún otro afán de cada día. Experimenté un regalo: ¡un momento de alegría pura y simple!
La placa cuelga ahora en mi sala, obsequio navideño de mi esposo. Paso junto a ella muchas veces al día, y con frecuencia hago una pausa para preguntarme: “¿De veras bailo bajo la lluvia?”.
Creo que sí. Sé que lo intento. Es un hecho que ahora dedico más tiempo a reconocer los grandes beneficios a mi alrededor, satisfacciones que demasiado a menudo pasaban inadvertidas en mi prisa por asegurar la felicidad futura. Celebro más plenamente mis adoradas bendiciones, como que mi hijo con necesidades especiales aprenda a manejar solo, el afecto de los buenos amigos y la belleza de la primavera. Sí, ¡paso a paso aprendo a bailar bajo la lluvia!
seryhumano.com / Jeannie Lancaster
Tomado de Caldo de Pollo para el Alma